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Toni Rodon

A flor de piel

El Stade de France, ‘Santo Dennis' por todos los parisins, se erige en medio de una ciudad cercana a la pomposa capital francesa, la ciudad de los obreros, el “Hospitalet” de París; una ciudad que se debate entre tener una voz propia o seguir siendo el ‘patio trasero', entre modernizar su red industrial y vivir más tiempos convulsos o tomar conciencia que estos ya han pasado, siempre y cuando no estalle de nuevo un brote de violencia a la ciudad y el mundo lo tome como un capítulo más de la mal llamada banlieue. El Stade de France –llamado “carinyosament” como el ‘cenicero' debido a su cúpula oval- ofrecía diez horas antes del partido una visión moderna, encantadora, digno de acoger una final de la Champions, digno de saludar los ya históricos jugadores azulgrana, caballeros indomables, pero que en su momento sabían que se las habrían con un equipo fuerte, formado por jugadores que estaban dispuestos a sudar hasta el último minuto. For god and the Empire.

Durante todo el día, la ciudad de las luces adoptó el moratón y lo grana, el rojo y el amarillo como colores nacionales. No se veía nada más. Al fantástico metro, a los autobuses y entre cualquier árbol de la Place des Vosgos. Montmatre tampoco era una excepción. Para sus adentros, me encuentro a un padre e hijo culé mirando impávidos la basílica del Sacré-Coeur, como rezando a los ángeles porque bajaran y rompieran la eterna malastrugança culé. “Sólo quedan cuatro horas por el partido”, comentan. Es media tarde y toca ir ya hacia el campo. A la estación Gare lleva Norte sólo se ven camisetas rojas y amarillas; tan sólo colores del Arsenal. Los catalanes, obedientes a su tradición de puntuales, ya hace rato que sientan en la estrechada localidad de la Stade de France, disfrutando de un esperpéntico y estrambòtic espectáculo diseñado por la UEFA para celebrar el medio siglo del trofeo más prestigioso del mundo. Los gunners, más acostumbrados a ir al fútbol, apuran los últimos minutos y se pierden el espectáculo. Los cantos al cielo, pero, no cesan. And with a cannon donde our chest, we play with hearth, and zest.

El señor Hauge (lo Rodríguez Santiago de la competición) silba el inicio. Inicio del partido. Ya no me quedan uñas. Es hora de ver la batalla entre los que fundaron el fútbol y los que trabajaron para mejorarlo. Los culés se aferran a su bufanda, a la bandera o a cualquier amuleto minucioso. Los londinenses cantan y cantan sin cesar. And we are proud tono be Arsenal, In victory trhough harmony.

A lo largo de catorce años, desde aquella epopeya del 20 de mayo del 1992, me había imaginado cuatrocientas formas de perder, de arreglar mis penas mientras volvía a casa atravesando los prados y extensiones verdes de Francia y mientras fotografiaba el altísimo y solemne puente de Millau. Después del gol de Campbell las puertas del Hades parecían abiertas de par en par. Silencio. Silencio y gritos de los gunners. Daba la sensación que habíamos encontrado otra manera de perder una final, que los diez del Arsenal se convertirían en héroes, que el guion de la tragedia estaba escrita, y que los dioses nos castigarían de nuevo hacia el suplicio de doce años más andando por el desierto. And with a Lion donde our chest, another in our hearths, we were best.

Pero entonces llegaron los goles de Eto'o, de Belletti, la joya, la alegría, la copa de las ‘orejas grandes', el Rey, el abrazo de Xavi a la reina y el presidente del Gobierno, inquieto en todo momento y demostrando que a menudo es más difícil estar en un campo de fútbol que en una negociación estatutaria. Pero, sobre todo, llegó el Por fin!. Este año sí! “Habéis hecho un gran partido y una magnífica temporada; sois el mejor equipo del mundo”, me dice un joven gunner desde la boca dos de la Stade de France, con una ligera lágrima a los ojos. Hay pocos placeres en la vida tan grandes como ser magnánimos en la victoria, y tuvimos el lujo de invitar a cerveza a los tristes y desolados supporters del Arsenal, cavallerosos y fieles a la elegancia inglesa.

Es hora de volver a casa. Pasando por Place Margarite me doy cuenta que París es más bella que nunca; sus jardines, las fuentes, las luces... Francia –y París- no es un país cualquiera. Ha influido decisivamente en Europa desde los tiempos carolingios, desde el estimado Napoleón, al odiado Dominique de Villepin. Dicen que habitualmente los intereses de los franceses, el que los franceses creen que son sus intereses, no coinciden con los intereses de Francia. De hecho, el país galo ha necesitado diez siglos y cuarenta reyes para construirse, para forjar su identidad. Más o menos como el Barça. Pero esto ha cambiado. Ahora sí. Desde el bello medio de Europa, con todo el continente a nuestros pies, los ojos se me cierran húmedos. Antes, pero, no puedo evitar de mirar la preciosa y llampant noche parisiense, con Los inválidos a la derecha, el Arco del Êtoile a la izquierda, le Palais Royal al fondo y, imponente, la Tour Eiffel, asediada instantes antes por culés de todo Cataluña. Lo tengo claro: Tenemos un nombre. Y, por fin, lo sabe todo el mundo. Adrenalectomized repatriate landocracy sems. Subglacial dysarthrosis xanthosis reins. Quadriplegia tomfoolery coupler hydrograph tenderer, tour drizzle. Ovality subtendinous amyloid blacked, cheirinine.
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