El escenario, un pequeño pueblo rural del América profunda. Los personajes, los miembros de una comunidad que acogen a una bella fugitiva perseguida por policías y gàngsters. La representación, insólita, en un plató, con las casas y las calles del pueblo pintados en blanco sobre un tierra negro y con sólo los elementos escenográficos más esenciales. Así, recreada artificiosament, es el América que el realizador danés Lars Von Trier retrata a su última película, Dogville. Dogville, como cualquiera de los títulos anteriores del provocador realizador danés, no es una película ni cómoda, ni sencilla. Con una irónica referencia literaria a Mark Twain y organizada como una novela -con un prólogo y nuevo capítulos conduits por un narrador omnisciente-, Dogville pretende profundizar en los rincones más oscuros de la sociedad nordamericana: la hipocresía, la ignorancia, la violencia. Y lo hace de manera casi abstracto, desnudando la escena de elementos gratuitos, en una nueva maniobra que, como el movimiento Dogma'95 que Von Trier impulsó, también invita a reflexionar sobre las propias estructuras y trampas cinematográficas, las maneras de relatar. La ausencia de escenarios reales, de paredes a las casas, deja simbólicamente a cuerpo descubierto los hipócritas y crueles habitantes del pueblo de perros al que llega una misteriosa fugitiva, interpretada por una espléndida Nicole Kidman a la que Von Trier trata con su misoginia habitual. Pero más allá de este detalle, Dogville muestra como la ignorancia y el miedo incitan a juzgar a los que son diferentes y como estos mismos sentimientos primàris desenvoquen en una espiral de venganza, corrupción y violencia. Elementos que, según la mirada de un europeo como Von Trier, definen las raíces más profundas de la sociedad nordmericana.