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Jordi Cabezudo

Erik Satie

Cuando el 1 de julio de 1925 Erik Satie murió al parisiense hospital de Saint Joseph, con el organismo afectado por el alcohol y una vida de privaciones, sus amigos entraron por primera vez a la habitación de arcueil que durante treinta años sólo había abierto a algún perro perdido. Astorats, descubrieron una mescla de cueva de Aladí y telarañas, un desmadre de efectos de todo tipos que se perfilaban bajo una gruesa capa de polvo. En medio de este caos había, cuidadosamente ordenados en cajas de cigarros, cuatro mil minúsculos rectángulos de papel inmaculado y caligrafía artística con descripciones, paisajes, nombres de órdenes religiosas inexistentes e instrumentos musicales intocables. Estas reducidas buhardillas que él denominaba “el armario” acogen actualmente el museo más pequeño del mundo: el Museo de Erik Satie.

Confieso abiertamente mi debilidad por la vida y la obra de este músico compositor, que se autodefinió como un amnèsic y fonometrista —o investigador de sueños—. En la vertiente humana Satie fue cínico, irónico, marcado por un humor cáustico y agresivo que él mismo se reconocía, y también excéntrico, bohemio y solitario; musicalmente, en cambio, fue un mago, un prestidigitador de las sonoridades.

Erik Satie no viajó nunca en ninguna parte. Curiosamente, pero, el diario barcelonés La Vanguardia es el primero que alude, el enero del año 1890, a la figura de este “músico compositor con aires de poeta”. Fue gracias a crónicas que envían al rotativo Santiago Rusiñol, Ramon Casas e Ignacio Zuloaga, los cuales conviven en un modesto apartamento al Moulin de La Galette. Esta amistad dio a conocer la personalidad de Satie, como también varios retratos que le hacen los artistas catalanes. Lo denominan Sadi, nombre inspirado en el del poeta persa Sano'di, atendido el estilo oriental y poético que impregna sus composiciones.

Rusiñol presenta su amigo como un ser dotado de una extraordinaria lucidez y una genuina táctica que le permite expresar, en pocas palabras, infinidad de cosas, simplificando el arte hasta la mínima expresión. son una prueba muy evidente las arxiconegudes Gymnopédies y las Gnosiennes, inspiradas en las danzas sagradas de Esparta y Knossos.

Claude Debussy, su amigo más íntimo, lo definió como “un trovador perdido en este siglo”; por su parte, Satie dijo, de si mismo: “He llegado muy joven al mundo en un tiempo demasiado viejo.”

Fiel a sus convicciones de no crear doctrina ni escuela —“Soy un auténtico hombre del tipo de Adam”—, huye de todo el aprendizaje interior, de orden, de formas y de ideas preconcebidas, y empieza a farfullar como un niño pequeño las primeras palabras con un lenguaje nuevo propio y auténtico. Establece, como prioridad esencial, la libertad de toda expresión absoluta. Abandona el academicismo y escribe su música sin conceptos establecidos, desnuda, para que sea el intérprete quién se interrogue y decida por él mismo. Como un Adam inocente, minimalista.

Este mago propondrá al intérprete una única concesión: el regalo de sus pensamientos interiores, su intimidad, en frases escritas bajo los pasajes de la partitura. Todo el universo de Satie se dibuja en expresiones como “sin orgullo”, “abrís la mente”, “muy perdido”, “lento y doloroso”, “de vuelta al pensamiento”, “sólo durante un instante”, etcétera.

En sus obras, monsieur Le Pauvre —mote con qué era conocido por su precariedad— parece cuchichearnos: “Olvídate de todo! Libertad, abre el corazón y, sin prejuicios de ningún tipo, boy escout!”

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