Por si todavía no lo estaba bastante, el curso escolar puede calentarse todavía más si – cómo parece – acaba publicándose el decreto de direcciones de los centros públicos. Un decreto del que, algunos medios, sólo destacan una minucia: la facultad sancionadora de los directores ante faltas leves de sus colegas. Pero que, si sabemos leer bien su alcance, tiene una trascendència muy grande en un tema muy diferente: el modelo de gobierno, de participación en la gestión, de mecanismos de decisión de un centro.
No es fácil encontrar candidatos para esta difícil tarea que es la dirección de los centros educativos. En el caso de los centros públicos, además, se añade la coincidencia de una complicada doble representación: el director – o la directora – es el máximo representante de la escuela ante familias, entidades y administraciones externas a la escuela, pero también es la representación del titular – es decir, la Generalitat – de cara adentro: ante los alumnos, las familias que traen los hijos e hijas, ante los profesionales que trabajan… Un complicado doble papel. Que no es fácil lo demuestra el hecho que un porcentaje importante de estos centros tienen los directores y o directoras nombrados por la administración y no escogidos por los representantes de cada centro, porque no se ha presentado nadie. Y, para hacer el cargo más atractivo, el decreto – ahora, de momento, sólo proyecto - pondrá sobre la mesa una serie de medidas que pueden resultar golosas a según quién (y, el que es piotjor, quizás, mucho golosas a también según quién): el establecimiento de una categoría superior llamada "dirección profesional docente" y la consideración de autoridad pública, la consolidación de unos complementos retributivos en función de los años que se ha ejercido la dirección, la posibilidad de dejar de dar clase con alumnas, la posibilidad de llegar a la dirección de un centro sin tener que presentar y defender un proyecto de dirección, … Todo ello, unas condiciones que - en algunos casos excepcionales - pueden ser interesantes pero que, aplicados de forma generalizada, podrían hacer cambiar mucho el modelo de dirección democrática y arraigada al proyecto educativo de un centro.
Crear una categoría superior que "libere" los que han sido directores de volver a la docencia y de relacionarse con los compañeros y compañeras de un centro de igual a igual creo que es ejercicio innecesario. Es cierto que hay veces en que se tienen que adoptar decisiones arbitrando entre compañeros; pero si las decisiones responden a un parecer compartido (por el equipo directivo, por el equipo de coordinación pedagógica, por el equipo de profesores, por el consejo escolar, …) no hay de haber ningún problema al asumir el papel de representante de la opinión y de los derechos colectivos de la comunidad educativa de aquel centro a la hora de tomarlas. Más muy dicho; este es el sentido democrático de este cargo y la autoridad real que representa y que le da auténtica legitimidad. Quién actúa así, no tiene que ser "rescatado" por nadie; más bien al contrario, hace méritos para ser reconocido por esta misma comunidad como buen representante suyo. Hay una autoridad mejor?
El trabajo en la escuela es, fundamentalmente, un trabajo con personas. Empezando por los alumnos. Por eso, un director o directora no tendría que perder nunca el contacto con estos alumnos, no tendría que dejar nunca de tener "horas de clase". Si no, cuál sería el vínculo de este cargo con el que constituye la esencia de nuestro trabajo? Qué legitimidad puede tener ante los que ejercen su trabajo, sobre todo, con alumnos?
Por el sacrificio personal, social, temporal y familiar que – indiscutiblemente, ni que sea de forma parcial - comporta el ejercicio de la dirección, quizás no queda más remedio que otorgarle la condición de autoridad pública, sobre todo pensante en algunos incómodísimos casos con personas adultas que no tienen claro el carácter de servicio público que tiene una escuela. Y, quizás, tampoco está mal que se consoliden algunos beneficios un golpe acabado el periode de dirección. Ahora bien, quien mejor puede saber si aquella persona ha cumplido bien con sus responsabilidades, ha defendido los intereses de todos y todas, y ha sido un buen representante de la comunidad educativa de un centro son – precisamente – los compañeros de trabajo, las familias y los alumnos a los que ha servido. Por eso, en la evaluación del trabajo hecho como director o directora (que da lugar a la consolidación de estos beneficios) no basta con la evaluación que se haga desde fuera de la escuela; tiene que ser igual de relevante el que se valore desde el mismo centro. Y eso sí que es importante en el modelo de dirección que puede acabarse imponiendo.
Un director o directora que siempre es visto como un personaje que dicta desde un despacho alejado, fuera del marco de un equipo directivo, de un equipo de profesores y que aparece desatado de los alumnos, familias, compañeros de profesión, … desatado del proyecto educativo que da sentido a todo en un centro: qué autoridad tiene? Qué legitimidad? La democrática es la que le viene otorgada por la representación comunitaria que se le delega. La del decreto es la que trae implícita la posibilidad de "rescatar" esta persona de una comunidad que no es la suya para traerla a otro lugar, a otra comunidad que no hace falta, tampoco, que sea "la suya".
Un decreto, por muy bueno que sea, nunca podrá sustituir la legitimidad democrática. Y esto es el que define de verdad un modelo de dirección. Mucho más, pues, que la facultad para intervenir en faltas leves de colegas. Según en qué marco se haga esta intervención – y, sobre todo, en nombre de quién!- su trascendència puede ser radicalmente diferente. Cuestión de modelos de dirección. Y de legitimidades.
No es fácil encontrar candidatos para esta difícil tarea que es la dirección de los centros educativos. En el caso de los centros públicos, además, se añade la coincidencia de una complicada doble representación: el director – o la directora – es el máximo representante de la escuela ante familias, entidades y administraciones externas a la escuela, pero también es la representación del titular – es decir, la Generalitat – de cara adentro: ante los alumnos, las familias que traen los hijos e hijas, ante los profesionales que trabajan… Un complicado doble papel. Que no es fácil lo demuestra el hecho que un porcentaje importante de estos centros tienen los directores y o directoras nombrados por la administración y no escogidos por los representantes de cada centro, porque no se ha presentado nadie. Y, para hacer el cargo más atractivo, el decreto – ahora, de momento, sólo proyecto - pondrá sobre la mesa una serie de medidas que pueden resultar golosas a según quién (y, el que es piotjor, quizás, mucho golosas a también según quién): el establecimiento de una categoría superior llamada "dirección profesional docente" y la consideración de autoridad pública, la consolidación de unos complementos retributivos en función de los años que se ha ejercido la dirección, la posibilidad de dejar de dar clase con alumnas, la posibilidad de llegar a la dirección de un centro sin tener que presentar y defender un proyecto de dirección, … Todo ello, unas condiciones que - en algunos casos excepcionales - pueden ser interesantes pero que, aplicados de forma generalizada, podrían hacer cambiar mucho el modelo de dirección democrática y arraigada al proyecto educativo de un centro.
Crear una categoría superior que "libere" los que han sido directores de volver a la docencia y de relacionarse con los compañeros y compañeras de un centro de igual a igual creo que es ejercicio innecesario. Es cierto que hay veces en que se tienen que adoptar decisiones arbitrando entre compañeros; pero si las decisiones responden a un parecer compartido (por el equipo directivo, por el equipo de coordinación pedagógica, por el equipo de profesores, por el consejo escolar, …) no hay de haber ningún problema al asumir el papel de representante de la opinión y de los derechos colectivos de la comunidad educativa de aquel centro a la hora de tomarlas. Más muy dicho; este es el sentido democrático de este cargo y la autoridad real que representa y que le da auténtica legitimidad. Quién actúa así, no tiene que ser "rescatado" por nadie; más bien al contrario, hace méritos para ser reconocido por esta misma comunidad como buen representante suyo. Hay una autoridad mejor?
El trabajo en la escuela es, fundamentalmente, un trabajo con personas. Empezando por los alumnos. Por eso, un director o directora no tendría que perder nunca el contacto con estos alumnos, no tendría que dejar nunca de tener "horas de clase". Si no, cuál sería el vínculo de este cargo con el que constituye la esencia de nuestro trabajo? Qué legitimidad puede tener ante los que ejercen su trabajo, sobre todo, con alumnos?
Por el sacrificio personal, social, temporal y familiar que – indiscutiblemente, ni que sea de forma parcial - comporta el ejercicio de la dirección, quizás no queda más remedio que otorgarle la condición de autoridad pública, sobre todo pensante en algunos incómodísimos casos con personas adultas que no tienen claro el carácter de servicio público que tiene una escuela. Y, quizás, tampoco está mal que se consoliden algunos beneficios un golpe acabado el periode de dirección. Ahora bien, quien mejor puede saber si aquella persona ha cumplido bien con sus responsabilidades, ha defendido los intereses de todos y todas, y ha sido un buen representante de la comunidad educativa de un centro son – precisamente – los compañeros de trabajo, las familias y los alumnos a los que ha servido. Por eso, en la evaluación del trabajo hecho como director o directora (que da lugar a la consolidación de estos beneficios) no basta con la evaluación que se haga desde fuera de la escuela; tiene que ser igual de relevante el que se valore desde el mismo centro. Y eso sí que es importante en el modelo de dirección que puede acabarse imponiendo.
Un director o directora que siempre es visto como un personaje que dicta desde un despacho alejado, fuera del marco de un equipo directivo, de un equipo de profesores y que aparece desatado de los alumnos, familias, compañeros de profesión, … desatado del proyecto educativo que da sentido a todo en un centro: qué autoridad tiene? Qué legitimidad? La democrática es la que le viene otorgada por la representación comunitaria que se le delega. La del decreto es la que trae implícita la posibilidad de "rescatar" esta persona de una comunidad que no es la suya para traerla a otro lugar, a otra comunidad que no hace falta, tampoco, que sea "la suya".
Un decreto, por muy bueno que sea, nunca podrá sustituir la legitimidad democrática. Y esto es el que define de verdad un modelo de dirección. Mucho más, pues, que la facultad para intervenir en faltas leves de colegas. Según en qué marco se haga esta intervención – y, sobre todo, en nombre de quién!- su trascendència puede ser radicalmente diferente. Cuestión de modelos de dirección. Y de legitimidades.