Ramón Morales Morago (Daimiel, Ciudad Real, 1951) hace algunas semanas que está corrigiendo las pruebas de imprenta del libro de su autobiografía "Surcos de mis memorias". Se publicará en enero. Vitalista como es e infatigable, nunca se cansa. Lleva años vinculado a entidades memorialistas y este año ya ha dado varias charlas en la prisión de Mataró, en la prisión Modelo de Barcelona y también ante la comisaría de Via Laietana reivindicando, junto con otras personas y entidades, que uno de los focos más importantes de tortura durante la dictadura sea un espacio de memoria democrática.
Ramón, ¿por qué este afán divulgativo?
Por razones obvias para mí y para muchos de mi generación y de nuestra trayectoria de militancia tanto en Comisiones Obreras (CCOO) como en el partido de los comunistas, el Partit Socialista Unificat de Catalunya (PSUC). No solo tratamos de reivindicar que la democracia, imperfecta como se puede constatar con la casta de la nobleza judicial de las togas, no la trajo el rey corrupto de la mano del dictador, sino que se ganó en las calles, con mucha lucha y sufrimiento. A nosotros no nos trajo la democracia ningún ejército como en la Europa occidental. Muchos “niñatos” de extrema derecha reivindican la figura de Franco con sus banderas con el águila; muchos pueden ser hijos de papá, pero los hay de clase trabajadora desengañados por el grado de desigualdad existente en nuestro país. Se han quedado hipnotizados por el franquismo por ignorancia, y hay que luchar contra eso siempre que se pueda. Además de esto, me preocupa mucho la xenofobia de la extrema derecha, tanto española, que ya conocíamos, como ahora la catalana que, impúdicamente, ha utilizado el independentismo de forma tramposa.
Los que hemos tenido la oportunidad de leer fragmentos de tu libro constatamos que te mueves en cuatro escenarios bien diferenciados.
Sí, el primer escenario es Daimiel, donde nací y viví hasta los catorce años; después, Mataró. Más tarde, durante el exilio, en Béziers (sur de Francia); y, finalmente, Dosrius, donde resido desde hace treinta y siete años.
Empezaste muy joven, ¿verdad?
Sí. De hecho, antes de llegar a Mataró, en mi pueblo, Daimiel, yo ya tenía conciencia de que formaba parte de los perdedores, pues en mi familia había muchos represaliados. Ya vivíamos en carne propia la represión y sufríamos el hambre de las familias humildes. En este escenario, como tú dices, intento rendir homenaje a mi familia, a mi madre, que tuvo que cuidar de una familia numerosa. De quien hablo más, sin embargo, es de mi padre, que fue también desde mi infancia de primogénito, más que un padre “normal”; era un compañero: de trabajo y de militancia. Y lo hago expresamente para reivindicar el término “gañán”. Esta palabra normalmente se ha usado para designar a una persona sin modales y rústica. Pues no, mi padre decía con orgullo que él era “gañán”, nombre que representa mejor al proletariado agrícola más auténtico, la persona que debe saber hacer de todo para sobrevivir en un ambiente de precariedad laboral.
O sea que tú ya venías formado ideológicamente.
No exactamente. Cuando tenía catorce años mi padre me dijo que ya era lo bastante mayor y si pensaba trabajar como él. Y yo tenía claro que no, porque murió muy joven de tanto trabajar, primero en el campo, y después aquí, donde fue destacado dirigente de las CCOO de la construcción.
¿Viniste tú solo a Mataró?
Efectivamente. Fui el primero en emigrar de mi familia. Es cierto que tenía parientes en el barrio de Cerdanyola, y entonces escribí a mi tío Vicente y a mi tía Juana. Llegué y a los pocos días ya estaba trabajando en el Forn Maresme de la calle Biada. Eso fue en enero de 1965.
¿Cómo fue este primer tiempo?
Fueron diez meses. En seguida empecé a entender el catalán. El propietario era Nicanor Just, que tuvo la idea de contratar a un oficial de bollería de Llucmajor, de Palma de Mallorca, para hacer la auténtica ensaimada mallorquina. Era Toni Salva, franquista y excombatiente, también íntimo amigo de Mariano Isasi Gordon, delegado de cultura de la Falange. Debo decir que, aunque contrario a mis ideas, no era mala persona, pues se esmeraba con todos los aprendices para enseñarnos el oficio y, si la faena se complicaba, nos ayudaba.
Ese fue tu primer oficio en Mataró. Lo digo porque en tus memorias parece que seas el hombre de los mil oficios.
Qué remedio. Fue por necesidad. Debo decir que a mí me gustaba mucho la bollería y la repostería. Y creo que podría haber sido un buen pastelero. Incluso mientras trabajaba en el Forn, en algún momento trabajé en otras pastelerías para perfeccionar mi oficio.
¿Y entonces qué pasó?
Tomé la decisión de cambiar de trabajo para contactar con el máximo número posible de jóvenes; así fue como empecé a trabajar en Cartonajes Mas durante un par de meses. Después, en otra fábrica donde me quemé la mano. A principios de 1966 me dieron el alta de la quemadura y, pasando por delante de la puerta del Forn Maresme, el encargado me convenció para volver a mi antiguo trabajo con el mallorquín excombatiente. No me lo pensé dos veces y volví a hacer ensaimadas. Además, me asignaron la categoría de “aprendiz de primera”.
Llegamos al año 1969, un año señalado para ti.
Pues sí. El 29 de enero de 1969 se decretó el estado de excepción y entonces la represión y la brutalidad de la policía se multiplicó. Detuvieron a mucha gente. En Mataró, once hombres y dos mujeres. Estuvimos entre doce y trece días detenidos. Sus objetivos fueron las Comisiones Obreras Juveniles, el PSUC y la Joventut Comunista (JCC). El día 8 de febrero convocamos una manifestación relámpago con pancarta incluida ante la Escuela de Formación Profesional Miquel Biada. Éramos unos treinta jóvenes y nos enfrentamos a Mariano Isasi, jefe de la Falange, y la policía incluso llegó a disparar cuando huíamos... Después vinieron las torturas, la prisión...
¿Y todo esto tuvo repercusión en el trabajo?
Cuando salí en libertad fui admitido en el Forn Maresme. No todos los detenidos pudieron volver a su trabajo, ya que muchas patronales no te volvían a contratar: te despedían si detectaban que eras de CCOO, te amenazaban con llamar a la policía o a la Guardia Civil, te “perdonaban la vida” de alguna manera.
¿Te has enterado de que la pastelería Rosaga cierra sus puertas? Te lo pregunto porque en tus memorias la mencionas más de una decena de veces.
Sí que lo sé, sí. Yo seguí trabajando en el Forn Maresme, hasta que hicimos una acción en el cine Cerdanyola para protestar contra la guerra de Vietnam. Proyectaban una película repugnante, “Boinas verdes”, de apología de la invasión colonial. A raíz de ello nos querían detener a tres compañeros, yo entre ellos. Tuvimos que escondernos en Barcelona. El encargado de trasladarnos de uno en uno fue Xavier Cateura con su Seat 600. Al volver, regresé al Forn Maresme, que había cambiado de propietario. Ya fue la última vez. Fui a trabajar a la fábrica Enric, donde se hacían medias, y también a la pastelería Rosaga, alternando sábados y domingos. Fui a parar a La Rosaga gracias a un funcionario que conocí en la prisión Modelo de Barcelona. Era el padre de José... Resultó que durante la estancia en la prisión era invierno y hacía mucho frío; además, había una ventana sin cristales que tapábamos con un cartón que nos proporcionó este funcionario. Fue él quien me propuso que fuera a trabajar a la pastelería de su hijo. De esta manera, si no me salía ningún trabajo, al menos tenía durante los festivos, y algunos sábados y domingos continuaba yendo a la Rosaga. José, hijo de Emilio, que era quien llevaba el negocio, me conminó a que dejara la esclavitud de jornalero del campo y me fuera con él, pues me daría trabajo diario. Yo entonces estaba muy quemado, sin trabajo fijo, etc. Así que no me lo pensé mucho. Trabajaba sábados y domingos hasta el mediodía, tenía fiesta los lunes y tres tardes a la semana. Este horario me permitía poder seguir dedicándome a las tareas de la Joventut Comunista de Mataró, de la que era responsable.
Por la manera que lo dices parece que sí te gustaba este trabajo.
Sin ser vanidoso creo que tenía aptitudes. Hasta que no llegué a la Rosaga no conocí las exquisiteces de la repostería, la masa de hojaldre a base de pliegues por piezas grandes y pequeñas, pasta seca o de té, masas batidas para pasteles, melindros, magdalenas... En fin, todo esto era obra de José Fernández, maestro pastelero, bombonero y chocolatero inigualable. Él supo dar las mejores dulzuras a muchos mataronenses durante más de medio siglo. Fue discípulo de Miracle y ya solo quedan pocos, como ahora Ángel Herranz, de la pastelería Maica en la avenida Perú o la pastelería Roser de José Luis, en la calle Doctor Samsó de Argentona.
¿Pero el camino se torció?
La vida te da sorpresas. El maldito día 1 de junio de 1972 se produjo un incendio provocado por miembros de un partido fantasma, infiltrado por la policía, el “Partido Comunista Proletario”. Era la fábrica Sans S.A. (después “Abanderado”). La policía nos inculpó a los hermanos Morales, también a los abogados laboralistas Albert Fina, Montserrat Avilés y al dirigente de CCOO José Luis López Bulla. El día 2 de junio de 1972 la Guardia Civil intentó detenerme mientras trabajaba en la pastelería, pero no lo consiguieron. Era la cuarta y última vez que intentaban hacerlo. Gracias al aviso de José logré subir al domicilio particular y llegar a la terraza, y desde allí salté a otra terraza. Y así por varias casas, hasta llegar a la calle Burriac. Me topé con una mujer y le di un susto de muerte: “usted perdone señora, trabajo en la pastelería, me he caído del terrado y me voy por aquí”, le dije. Parece de película, pero fue así. Aquí es donde empieza otra parte de la historia, un nuevo inicio en mi vida y en la de Pablo, mi hermano, provocado por una operación de terrorismo de Estado ya conocida. Aquellos jueces franquistas del Tribunal de Orden Público (TOP) son de la misma casta y a menudo de la misma familia que los aristócratas de la toga que intentan, con su lawfare de manual, cometer un golpe de Estado “blando”. Esperemos que no lo consigan.
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