Joan Salicrú

Con el miedo en las calles (III)

Al lado izquierdo de la histórica Línea Verde (la frontera entra israelíes y jordanos hasta 1967 y que ahora físicamente es una gran avenida con varios carriles en cada sentido) las cosas son muy diferentes respecto a la ciudad antigua de Jerusalén. De hecho, paseando por Ben Yehuda, la calle peatonal por excel•lència del Jerusalén oeste, cualquiera podría pensar que está en un vial típicamente centroeuropeo, adoquinado, pleno de fase food y de tiendas de marcas anglosajonas. Hay dos cosas, pero, que recuerdan al visitante que esto es la capital eterna e indivisible de Israel, como los gusta decir a los judíos: la abundante presencia de chicos y chicas que hacen la mili y van por todas partes vestidos de caqui y con un M-16 colgado del hombro y los controles constantes de las bolsas que te hacen a la entrar en la mayoría de establecimientos e incluso para acceder a esta calle. Excepto esto la sensación es estar en un tipo de parque temático, muy artificial. Se respira, eso sí, una calma tensa, puesto que esta es la zona donde ha habido los grandes atentados suicidas. Yo, burro de mí, me he tragado otra vez el capítulo del libro de en Quim Monzó Catorce ciudades contando Brooklyn donde explica con días y lugares donde tuvieron lugar cada uno de los atentados. Nada, para ambientarse algo más...

No hay caras alegres, en esta moderna ciudad. Algunos comercios traen un cartel –en francés e inglés- donde ofrecen descuentos en los “briosos extranjeros que visitan la capital de Israel”. El ambiente es extraño: no pasa nada... pero siempre parece que esté a punto de pasar algo... Más bien hay miedo, a los rostros, un miedo combinado con la firmeza necesaria para vivir en un lugar así. En general, las maneras de los israelíes, de resultas de esto, no son buenas. La mayoría de los que nos encontramos gastan mala leche y además resulta que poquíssims (muchos menos que los palestinos) hablan inglés, a pesar de que el estado israelí existe gracias al apoyo de la primera potencia del planeta.

Vivir así es su destino y lo aceptan. Lo aceptan porque saben que es el precio que han tenido que pagar por todo el que ha pasado desde que los judíos de todo el mundo –empujados inexorablament por el terrible Holocausto nazi, que todos abominemos y maldecimos- decidieron hacer un flashback y volver a la tierra que Moisès un día los prometió. Esta es su apuesta, contra rayos y lluvia, contra viento y frío. Sienten que este es su lugar y que más vale vivir así que no abandonar la lucha después de tantos sacrificios (en este sentido en una librería ultra del barrio judíoencontramos un volumen xenófobo titulado Setienen que ir, en referèncis a los árabes). No los envidio, porque no creo que este estado emocional sea sostenible a largo plazo, ni que se pueda vivir auténticamente feliz así. La pregunta es pues, hasta cuándo.

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