El ritual del Ayahuasca (X)

Creo que me perdí. Había sentido a hablar por primera vez del ayahuasca hacía una semana y ya estaba sentado al ritual. Al lado mío, un peruano graso, embutido en un cuerpo orgulloso, repetía a quien quisiera escucharlo que ninguna cura de purgació le había hecho nunca efecto. El ayahuasca es una planta amazònica usada desde tiempos ancestrales. Mi compañera me miraba dudosa de la decisión que había tomado. El beuratge provoca diferentes efectos, desde la limpieza física interior al primer ritual hasta las visiones, en sesiones posteriores. “Si no salo miedo llega...”, me contestó el organizador cuando le comenté que mi estómago no era fácil, “...saldra miedo abajo”.

Media hora más tarde, la estampa era enorme. A un rincón del patio, el desagüe alrededor de una caseta de madera era el lugar más concurrido con diferentes muestras de efusividad, tonos, volumen y cantidades. El peruano seguía bebiendo un vuelo detrás otro y miraba con ojos irritados de envidia los que ya habían triunfado al desagüe. El ritual constaba básicamente a beber y visitar la caseta, más o menos cada dos vuelos, momento en el cual el proceso de introducción-expulsión empezaba de nuevo. El peruano y yo éramos las únicas excepciones. Al otro rincón del patio, yo pul·lulava en solitario alrededor del lavabo, entre el reflejo de la vía rapida y el mareo de dos vuelos de ayahuasca que hacían esfuerzos para recorrer el camino más largo que mi cuerpo conocía. Decir lavabo a cuatro maderas que se aguantaban una a la otra alrededor de un agujero es un eufemismo para cualquier que se encontrara en mi situación. La mala suerte me había vestido aquel día con unos pantalones de tela que traían unas vetas llarguíssimes. Cada intento infructuoso consistía en un equilibrio precario entre aguantar pantalones y vetas, evitar caer al agujero y no apoyarme mucho a las paredes si no quería quedar culo en alto ante los asistentes. Fue entonces, en aquel enésima visita al lavabo, que sentí el triunfo del peruano. Todo un señor estómago, el hombre más ruidoso del mon que purgaba la culpa de toda una vida.

Nadie tuvo ninguna alucinación aquella primera noche. Pero, mientras me traían en moto hacia casa –el peruano había marchado contento, con una impresión que no tenía nada que ver con mi proceso- y los reflejos para expulsar el beuratge me seguían martirizando las costillas, tuve un momento lúcido. El de la gente que confunde finalidad y medios y busca sensaciones exóticas por el exotismo en sí. Una gente que menysté el proceso sistemático -menos exótico, más difícil, muchas veces más cercano- cómo si el equilibrio que deseara sólo pudiera llegar del espectáculo de una noche indígena. La moto giró nuestra calle. Era fin de curso y una escuela celebraba una fiesta justo ante el hotel. Fue entonces, con la moto pasando ante una hilera de rostros adolescentes boquiabiertos, cuando por fin el ayahuasca fue su efecto.

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