Víctor Gonzàlez Clota firma el artículo 'El ruido y los sonidos'
Víctor Gonzàlez Clota firma el artículo 'El ruido y los sonidos'

El ruido y los sonidos

El historiador Víctor Gonzàlez Clota defiende, en este artículo de opinión, la fiesta como excepción de la norma y sus sonidos propios, como la pirotecnia

La gente molesta, eso es un hecho. Y si la gente está en la calle, celebrando, disfrutando, pasándoselo bien y protestando –porque no nos engañemos, todo esto va junto–, aún más. Aquello que ahora llamamos espacio público, con esa manía de marcar una línea entre lo mío y lo tuyo, es un rincón donde cada vez caben menos piezas, más pequeñas y durante menos tiempo. Es una dinámica que nos viene de arriba y nos empuja hacia abajo y que, progresivamente, ha ido calando dentro de todos los espacios institucionales de nuestro país. Una corriente de pensamiento que no sería posible sin los infalibles marcos normativos y sermones de Europa, ese ente que regula qué es civilización y qué no.

Con las recientes noticias que han llegado desde el Ayuntamiento de Mataró, y en otros lugares del país, parece que ya se ha identificado el nuevo dardo al que debemos aplicarnos eso en lo que hay que civilizarnos: el ruido y el derecho al descanso. Nadie discutirá el derecho al descanso, ni la necesidad de repensar actos festivos en pro de una mayor inclusividad. A la vez, supongo que nadie discutirá tampoco el derecho a tener un espacio donde descansar, es decir, una vivienda. Pero parece que de prioridades va el tema. En definitiva, aquello que hace ruido molesta, ya me entendéis.

La fiesta, como concepto amplio y paraguas de mil y una expresiones, es un enemigo de primera línea de todo este batiburrillo de discursos que reivindican de manera firme y taxativa que es necesario un mayor control sobre qué, quién, cómo, cuándo y dónde de lo que sucede fuera de nuestras cuatro paredes. De hecho, es una lógica sin demasiada magia ni discursos ocultos detrás: cuantas menos cosas pasen en la calle, menos conflictos se producirán en ella. Y este es el elemento clave de todo esto, el afán por evitar el ruido, o dicho de otra manera, el conflicto. Eso tan peligroso que puede suceder en el momento en que en la calle se juntan personas.

No se pueden separar los sustantivos fiesta y conflicto, fiesta y revuelta, incluso. Algunas de las grandes revueltas en la historia de Cataluña han ocurrido justamente en contextos de celebraciones, muchas de ellas de carácter religioso. Dos ejemplos son la revuelta de los segadores de 1640, en medio de las celebraciones del Corpus Christi, que terminó con el asesinato del virrey; o los disturbios de Barcelona de 1835, que en plena festividad de Sant Jaume se sucedieron una serie de ataques a conventos.

Es más, la fiesta en sí misma está pensada desde un punto de vista en el que el conflicto es un elemento más. La ocupación de la calle –o espacio público, como prefiráis– en los momentos de la fiesta ya es una expresión simbólica que llama a la alteración de la normalidad, al conflicto contra el poder establecido. Se hace evidente, por la presencia de elementos que no son los usuales, que está ocurriendo algo que desafía la normalidad. Pero el conflicto es bueno, el ruido del conflicto es estimulante y el conflicto, que no tiene por qué significar coger una hoz en 1640 para acabar con la vida del virrey, significa que la gente tiene ganas de hacerse escuchar, de hacerse valer y reivindicar una posición fuerte dentro del lugar donde viven.

Las representaciones teatrales de época moderna que escenificaban el infierno, de manera ruidosa y muy visual, generaban un malestar en el espacio que ocupaban. Eran una confrontación, aunque fuera teatral, con las autoridades de la época. Disputaban un discurso y pedían tomar posición entre aquello que dentro de sus creencias representaba el bien o el mal. El Carnaval, momento de sátira pública de los gobernantes y de las convenciones sociales, invadía la ciudad incluso sustituyendo al borbón de turno por un monarca del pueblo que eliminaba cualquier imposición. Sin hablar de San Juan, la fiesta por excelencia de la ocupación popular de las calles donde ardían hogueras comunales que desafiaban la oscuridad durante las pocas horas que dura la noche.

La norma, pues, no es la fiesta. La fiesta genera un conflicto porque actúa como excepción, como un momento fijado en el calendario en el que valen toda una serie de cuestiones que no aceptaríamos, y de hecho no aceptamos, el resto de días del año. Como por ejemplo, el ruido. En un momento en el que transformamos de manera radical los comportamientos de nuestros entornos de vida cotidiana, quizá uno de los que se ve más alterado es el ruido que se genera en el contexto festivo. Ruido de petardos, ruido por espectáculos, ruido por bandas musicales que circulan por la calle, ruido de campanas. O quizás dicho de otra manera: los sonidos de la fiesta. Sonidos que identifican cada una de las acciones que se desarrollan a lo largo del calendario festivo. No se quiere narrar la misma experiencia en la Procesión del Silencio, con un ambiente desnudo de sonidos que estremece, que en la Procesión General. No tiene el mismo significado el estruendo pirotécnico de un 25 de julio por la noche, que la solemnidad de los truenos del 27 de julio con la salida del sol.

En contraposición, aquello que no hace tanto ruido y que no genera tanto conflicto es la fiesta dentro de cuatro paredes. La fiesta que no ocurre en la calle, la que se desarrolla tras las puertas de un recinto alejado del espacio que habitamos. Esto también es un uso simbólico del espacio, el silencio en la ciudad como gran alegoría. Promocionar solo un tipo de fiesta desincentivando otra es una decisión política y una visión de sociedad. No invertir en el calendario festivo popular de la ciudad es abocar a un único modelo de celebraciones, aquellas que dependen de un abono y de unos programadores musicales concretos y que promocionan una palabra mágica para los políticos: el consumo. Un modelo mucho menos peligroso a nivel institucional y en pro de la productividad, claro está, pero que no fomenta la comunidad, el gran valor de cualquier celebración dentro del calendario festivo de una ciudad como Mataró.

En definitiva, es necesaria una defensa de la excepción, de aquello que nos explica como pueblo con toda nuestra diversidad y las actualizaciones dentro de las tradiciones. Es necesario defender el hecho excepcional de la fiesta, de sus sonidos, de sus conflictos, que no tienen otro objetivo que el de seguir encontrándonos en comunidad, convirtiéndose en un contrapeso a todo aquello que debe tener un valor productivo.

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